El caso es que llevo siglos sin sentirme así
Pero por lo que a mí respecta, tan solo el amor romántico, es decir, aquel que nace del deseo inesperado y fortuito entre dos seres que, sin pretenderlo, coinciden en el mismo punto del espacio y del tiempo y, sin tampoco poder remediarlo, se sienten inmediatamente atraídos e impelidos a compartir sus vidas, fines y fluidos; ese amor que no llama delicadamente a tu puerta, sino que la echa abajo como un jodido ariete de guerra empujado por walkirias aladas y puestas hasta el culo de MDMA; ese amor que no respeta el orden de valores y certezas establecido en tu cabeza, sino que que lo vuela en mil pedazos y te transforma en una persona completamente nueva; ese amor que implica desnudarse, desarmarse, declararse vulnerable, compartir bosques simbólicos, mearse el uno en la boca del otro, ponerse de morros y al minuto siguiente abrazarse entre lágrimas, mañanas luminosas de café con tostadas, noches oscuras del alma, reírse, gritarse, arañarse, esconderse, buscarse, explorarse, bañarse en el mar bajo la luna, robar juntos en los centros comerciales, rehabilitarse, recaer, hacerse trizas, curarse juntos con besos, té verde e ibuprofeno para que al cabo del rato todo salte por los aires de nuevo; en definitiva, ese amor que consiste básicamente en volverse loco de remate, es el único que me interesa.
Le cuento todo esto a Ada durante nuestra primera cita. Nos hemos conocido en Tinder. Voy un poco pedo.
—¿Sabes lo que creo? —Ella me observa con una mezcla de curiosidad y desconcierto—. Que confundes el amor con el enamoramiento.
—No sé, llámalo equis —respondo—. El caso es que llevo siglos sin sentirme así.