Te sucederá algo. Cualquier cosa: la muerte de tu gato, el puesto mil setecientos veintiocho en la oposición para auxiliar administrativo, el enésimo romance fallido. Entonces, como una flor doblegada por el viento helado, te replegarás sobre ti mismo y pensarás: nunca más.
La duración del proceso es variable. Los psicólogos difieren en sus estimaciones, pero podemos aventurar que pasarás una puta eternidad sumido en la más profunda y despiadada apatía. El truco es el siguiente: considéralo como una imprescindible estrategia de supervivencia. Tómate tu tiempo. Pon teléfono en modo avión. Come pizzas congeladas a todas horas. No te vistas, no te peines, no te duches.
Para qué: ya no hay nadie alrededor.
Y si aún queda alguien, lo percibirás como una existencia difusa, un espejismo que respira, una presencia bienintencionada, en el mejor de los casos, que trata de proporcionarte consejo, alivio y, en ocasiones, sugerencias cinematográficas y un poquito de pastel de zanahoria.
Pero un buen día te mirará y se encogerá de hombros.
Después, se marchará.
Es bien sabido que ver a un triste enfada. Imagina, por tanto, la mala leche que se te va a poner, a solas contigo mismo, refugiado durante toda una eternidad en el orgullo del sufrimiento. Haz la cama de mala gana, cágate en Dios, da portazos, desea la muerte de toda la gente feliz que sale por la tele, planea con detalle tu suicidio, fantasea con genocidios y autolesiones, cárgate, en el transcurso de una noche oscura del alma particularmente jodida, el microondas de un puñetazo.
Oh, mierda, cómo recalentaré ahora la pizza, piensas.
Entonces llora. Vamos, es el momento, no te cortes, llora sin mesura, consideración ni respeto por los vecinos. Siente la irrefrenable necesidad de llorar mientras en tus tripas cristaliza, como un ópalo negro, la certeza de que ya no quedan caminos posibles, esperanzas que alimentar, puertas a las que llamar.
Imagina qué guay sería si alguien apareciera en este mismo instante con una palabra de aliento y un puñetero pastel de zanahoria.
Llora todavía más.
Pierde poco a poco la noción de la realidad y del tiempo y despierta, de pronto, en la cama con un hilo de baba precipitándose sobre la almohada y los pantalones puestos.
No, en serio, algo habrá que hacer para salir de esto. Contémplalo como una sencilla cuestión económica, una relación entre recursos y propósitos. La cosa de momento no da para mucho. Lávate los dientes. Haz tus necesidades. Mírate al espejo de reojo.
En fin, poco a poco.
A partir de ahora, no dejes de sorprenderte con cada pequeño avance. Es hora de recordar y utilizar todas las premisas extraídas de la ciencia del coaching. Caerse es comprensible, pero levantarse es obligatorio. Escucha a tu voz interior. Descúbrete a ti mismo. Mantente en el centro del círculo y deja que todo gire. Nunca has entendido muy bien qué coño quiere decir eso. Pero da igual.
Primero un pie y luego el otro. Quizá sea hora de visitar de nuevo al peluquero, decides, mientras en tu interior percibes un vago pero creciente apetito social. Por medio de un ímprobo esfuerzo, descuelga tu teléfono y llama a quién sea. Por ejemplo: a cualquier compañero majo y abiertamente expuesto a la influencia ajena que hayas podido conocer últimamente en el trabajo. O a ese amigo que acaba de regresar de Bulgaria y se ha echado una novia altísima y pelirroja. Chequea las redes sociales, ponte al día de las últimas novedades. Llama a tu rollete de los veinte años, ése con quien aprendiste que hay caricias que calan la piel y los huesos y se llevan para siempre en el alma. Ahora resulta que trabaja como cooperante en Guinea Ecuatorial. Da lo mismo: llama a su hermana. Llama a los colegas del barrio. Llama al Teléfono de la Esperanza, pero no te preocupes porque una recaída la tiene cualquiera. Llama a tu amiga drogadicta. Llama a tu profesor de guitarra eléctrica.
Empieza a acudir a conciertos, estrenos teatrales, rifas benéficas. Te sentará bien descubrir que la gente ha reparado en tu ausencia y ahora te saludan con una sonrisa y una copa y todo tipo de comentarios amables. No obstante, todo el punto pasará de puntillas por lo que te ha pasado, nadie hará una mención explícita, el asunto flotará en el aire como un vaporoso paréntesis mientras a tu alrededor todo el mundo continúa charlando sobre el problema nacionalista.
Respirarás aliviado e incluso lo tomarás como una muestra de consideración.
Pero al volver a casa, te sentirás completamente vacío.
Y así transcurrirán tus días. Comenzarás a cerrar círculos. Poco a poco, primero un trauma y luego el otro. Al cabo de unos meses, acariciarás la esperanza de que esto te ha hecho crecer como persona, que pronto serás más fuerte y decidido y compasivo con al mundo.
Aunque en el fondo comprendes que ese ópalo negro sigue clavado en tu pecho y que nada volverá a ser como antes.
Aunque en el fondo sabes que en tu interior sólo hay mierda.
Pero aprenderás a vivir con ello y al poco recuperarás la risa y, con ella, el sentido irónico de la vida. Observarás el paso de la gente a través del ventanal de una cafetería, mientras haces pedacitos de papel con los resto del sobre de azúcar y pensarás a ritmo de blues: lo siento por todos vosotros.
El olvido hará su parte. La distancia ayuda.
Escribirás una novela, pero nadie querrá publicarla.
La verdad: te dará igual.
Por cierto, a la del pastel del zanahoria te la volverás a encontrar. No te lo esperarás para nada. Pero ella sonreirá, bastante cambiada y te contará que superó una hepatitis y ahora tiene un hijo y ha participado recientemente en dos competiciones regionales de mountain bike.
Vaya, te limitarás a decir, sin encontrar las palabras.
Me alegro de volver verte, responderá.
Jamás os volveréis a encontrar.
Y no sé qué más decirte, porque sí, la tormenta ha amainado y ahora el mar está en calma y — ¿puedes creerlo? — últimamente incluso me miro de frente al espejo y pienso que todo eso ha debido tener un significado.
Aunque tengo que confesarte — y esto es lo que me inquieta — que no sé qué hay más allá. Sospecho que el proceso sigue avanzando como un tren en plena noche y a veces ni siquiera soy capaz de adivinar dónde estoy, si al principio o al final, como si estos dos términos tuvieran ya algún sentido, como si quedara todavía algo significativo y valioso por lo que luchar.
Pero sucederá algo. Cualquier cosa: terremotos, cristales rotos, una inesperada invitación al amor.
Debemos confiar en ello. No nos queda otra. Sucederán cosas.
Es parte del proceso.
Comentarios
Leo dijo:
Queda mucho por sentir.